sábado, 9 de octubre de 2010

KARUBIPKIN



Karubipkin miraba desolado lo que había sido su sueño de años.
Hecho trizas. Hecho añicos.
Karubipkin lo presintió, una y mil veces, pero persistió esa eternidad movido por un impulso proveniente de sus tripas o de su cerebro… o de quién sabe que extrañas y misteriosas fuerzas que lo compelían a no desistir, a indagar en la nada ese “algo maravilloso” que se insinuaba en la menos pensada ocasión o que lo desvelaba en ese tiempo en que no es de noche ni de día. 
Karubipkin estaba desolado. Siempre, en realidad, Karubipkin estaba desolado. Aún cuando el inextricable impulso no lo asaltaba.
¿No será esto una pérdida de tiempo?. Se inquiría.-
¿No es mi propia vida una inútil pérdida de tiempo?, Se respondía a sí mismo y volvía a acometer su empresa con redoblada desesperación.
Si lo hiciera más tranquilo –reflexionaba-
Pero Karubipkin no era tranquilo. O no conocía la tranquilidad. No tengo paz, solía repetir.
Sentía envidia de los perros, de su salto sin grises del sufrimiento hacia el absoluto placer. De su mundo sin premoniciones, presentimientos ni angustias.
Cuando destruyó la pintura que le había consumido todos sus años, comprendió.
Miró tembloroso los despojos de su cuadro, que no cuadraba. Repasó en un tris increíble todos y cada uno de sus días de pintor desesperado. Asumió su esencia compulsiva, de mezclar colores y buscar. Y, en el fin, tuvo la paz. 

No hay comentarios: