Martín, sin historia y sin
apellido.
¿Adonde fue Martín?
Habita apenas en mi memoria y no
sé si de alguien más, como les suele ocurrir a aquellos hombres que vivieron y
murieron solos.
-"Te juro Negro, que pasó
así, como te lo cuento. Y te lo juro por Dios. Si así no fuera, que me caiga muerto en este
momento".
Un ruido sordo y seco llenó la
noche. El Negro trató de asimilarlo en el tiempo que duraron sus cuatro pasos
de caminata de regreso hacia la casa de Martín y se percató de que no tenía más
acompañante nocturno.
Martín yacía, cuatro pasos
atrás, desparramado debajo de los
armazones de fierro amarilllo -de función indescifrable para los pibes que
jugábamos en el barrio-, como muerto.
No había que provocar a Dios. No
había que pronunciar su nombre en vano.
¿Era el Todopoderoso capaz de
castigar de manera tan cruel a un pobre viejo borracho y solitario, con semejante rigor por el solo hecho de
invocarlo como testigo?
El Negro volvió sobre sus pasos y
comprobó que Dios algunas veces -demasiadas veces- se ocupa sólo de cosas más
importantes que los hombres no alcanzamos a entender.
De todas maneras, en este caso
estaba bien que así sea –reflexionó en un suspiro aliviado cuando vio a Martín
desparramado en el suelo, tomándose la cabezota y gimiendo… pero vivo-.
Martín se levanto con un chichón
inmenso en medio de su arrugada frente y el Negro lo acompañó hasta la inmensa,
infinita, soledad de su cama fría.
Vivía de prestado en la esquina.
En una de esas casas misteriosas, de propietarios desconocidos, muertos o
lejanos y desinteresados.
Nos tiraba agua helada por las
rendijas de las persianas de madera despintada cuando interrumpíamos su siesta
y osábamos sentarnos a conversar y a hacer ruido en el umbral de la puerta -de esas de antes-
con escalón de ladrillo anaranjado al frente.
No sé más de él, ni creo que
nadie sepa.
Su anécdota, sin embargo, nos ha
hecho reír -con pretensiones de eternidad- después de quién sabe cuantos almuerzos.
Apenas eso. Martín, sin apellido
y sin historia.
Me ha servido hoy para que se
rían por un rato mis hijas, inconscientes y sin
culpa alguna, como él. Para percibir lo fugaz y trascendente de un chichón, o
de una risa.
En una de esas -¿quién de los sabihondos lo sabe?- ,
existe un lugar por ahora inasequible que
se nos guarda a Martín, al Negro, a los chicos víctimas de su agua
helada que no cambiaron su inocencia y
sus ansias de aventura por monedas, para encontrarnos y ser felices sin
angustia alguna o incluso hasta para chocarnos con armazones de hierro que nos
desmientan en nuestros desvaríos, no ya a manera de condena o para hacernos
sentir culpables sino tan sólo, y nada menos, para desafiarnos a nuevos
desatinos curándonos paradójica y eternamente de la tan temida "herida absurda".