domingo, 6 de noviembre de 2011

EL MONSTRUO DE FRANKENSTEIN EN EL ASCENSOR.


Ya sé que no sirve, ni resulta conveniente contar los sueños propios, ya que sólo a uno le resultan interesantes, son difíciles de relatar con alguna estructura coherente o, al menos, comprensible para los sufrientes interlocutores y suelen terminar en bostezos, miradas inútilmente esforzadas para acceder a nuestra “fascinante” experiencia onírica y en un “Ahí me desperté”, seguido de explicaciones inexplicables tendientes a justificar de alguna manera nuestro acto de absoluto egoísmo consistente en apropiarnos por un rato de la atención del prójimo sabiendo de antemano y de modo casi moralmente criminal, que nuestra narración culminaría en nada. Justo en el punto “culminante”. Contar nuestros sueños es, ahora que lo pienso, descubro y asumo, una paradoja propia de un malvado, capaz de destruir sin remordimientos hasta al noble concepto de la inmaculada solidaridad. Es “compartir” con intención egoísta.  Es “mi placer”, tener en vilo al resto que espera y hasta ruega por el apoteósico desenlace, transitar mi relato de vía muerta.
Mas,  no puedo evitarlo. Y advertidos que están, me asalta la necesidad irreprimible de compartirlo. Anoche casi fui ahorcado por el monstruo del Dr. Frankenstein. Y en el limitado habitáculo de un ascensor. No podía huir, por lo que atiné más movido por el miedo que el coraje, a asestarle dos veloces puñetazos cargados –a eso lo juro- con toda la fuerza que permite el instinto de supervivencia. El “coso” pareció dudar un instante… pero no dudaba –sospecho que no posee esa facultad-.  Me tomó por el cuello y me alzó como a un muñeco. Ví sus ojos fríos y asesinos. Experimenté el inminente e inevitable ahogo. Se me ocurrió –creo- golpear esos tornillos que asomaban en sus sienes. Y … “Ahí me desperté.