Ya sé que no sirve, ni resulta
conveniente contar los sueños propios, ya que sólo a uno le resultan
interesantes, son difíciles de relatar con alguna estructura coherente o, al
menos, comprensible para los sufrientes interlocutores y suelen terminar en
bostezos, miradas inútilmente esforzadas para acceder a nuestra “fascinante”
experiencia onírica y en un “Ahí me
desperté”, seguido
de explicaciones inexplicables tendientes a justificar de alguna manera nuestro
acto de absoluto egoísmo consistente en apropiarnos por un rato de la atención
del prójimo sabiendo de antemano y de modo casi moralmente criminal, que
nuestra narración culminaría en nada. Justo en el punto “culminante”. Contar
nuestros sueños es, ahora que lo pienso, descubro
y asumo, una paradoja propia de un malvado, capaz de destruir sin
remordimientos hasta al noble concepto de la
inmaculada solidaridad. Es “compartir” con intención egoísta. Es “mi placer”, tener en vilo al resto que
espera y hasta ruega por el apoteósico desenlace, transitar mi relato de vía
muerta.
Mas, no puedo evitarlo. Y advertidos que están, me
asalta la necesidad irreprimible de compartirlo. Anoche casi fui ahorcado por
el monstruo del Dr. Frankenstein. Y en el limitado habitáculo de un ascensor.
No podía huir, por lo que atiné más movido por el miedo que el coraje, a
asestarle dos veloces puñetazos cargados –a eso lo juro- con toda la fuerza que
permite el instinto de supervivencia. El “coso” pareció dudar un instante… pero
no dudaba –sospecho que no posee esa facultad-.
Me tomó por el cuello y me alzó como a un muñeco. Ví sus ojos fríos y
asesinos. Experimenté el inminente e inevitable ahogo. Se me ocurrió –creo-
golpear esos tornillos que asomaban en sus sienes. Y … “Ahí me desperté”.