FREAKIGLESIA
(mi…)
En la vereda de enfrente a mi casa, pero tres o cuatro casas
más allá, vive una vieja viuda y hosca (esto último no conmigo -ya que “la
dejo” y “me deja”, sin más-, pero sí con las señoras de mi cuadra, con quienes,
y de pasada, la he visto concluir agrios intercambios verbales con un portazo y
alguna que otra palabrota).
Su casa es grande y, aunque deteriorada por el paso del
tiempo como la dueña, cuenta con un amplio garage, que otrora habrá sido capaz
de albergar más que un par
de vehículos.
Desprovista de estos y superviviendo –a esto lo supongo- con
alguna magra pensión, ha alquilado su amplio garage quizá para, con el
producto, no ya apenas supervivir.
Los “inquilinos”, unos señores de trajes y corbatas
rigurosamente negros y desgastados con camisas blancas, bajan todos los
sábados, un rato antes de las siete de la tarde
Así es que todos los sábados –solamente, y nada más que los
sábados (por ello no alcanzo a comprender la ira vecinal)- esos extraños,
delgados, pálidos, pulcros y
maltrajeados señores, descienden de su Ford Taunus azul-metálico de los
’80 y con muda –y en lo que mi respecta, irreprochable- parsimonia, abren el
local, abren el baúl, sacan (del baúl) e ingresan (en el local) el piano
eléctrico, de plástico duro-negro-blanco, sin más ruido que algún involuntario
y casi imperceptible roce en el asfalto, de sus mocasines aún más negros de
betún, tras betún y betunes que delatan
a aquellos mortales, no como pretendidos Mesías, sino tan solo como meros
anunciantes y, en el mejor de los casos, dedicados y humildes Profetas.
Luego hay un rato… tras su juiciosa entrada.
Y comienza el desfile.
Ocurre breve y fantástico, a menos de diez minutos de ser las
siete y treinta.
En ese lapso curioso y fascinante peregrina la Grey que me
distrae.
Llegan desde las dos esquinas mujeres, hombres y niños
maltrechos, indefensos, estropeados, disformes, lenguafueras, cojos, jorobados,
andrajosos, desharrapados, soliloquistas desesperados/esperanzados, feos…
freaks… menospreciados… despreciados, sí. Despreciados por cualquier grupo que
se “precie”.
Durante la Ceremonia suceden cánticos, clamorosos monólogos
apasionados y, para mí y desde mi
ventana, inalcanzables en su sentido -que intuyo lleno de paz, hasta
balsámico-.
Una mujer mayor –cuya edad supongo, también por tímido y
pacato- cada sábado logra el éxtasis y
comienza a aullar, desafiando al estridente tenor del sufrido piano
eléctrico. He notado, sin pedir ni
recibir explicaciones de las vecinas indignadas, que ese trance místico es, más
todavía que el horrendo desfile, la causa del enfado barrial.
Me resulta injusto. Son apenas minutos, luego de una hora,
pasadas las siete y treinta.
Poco más tarde, reinicia el desfile… pero al revés.
Marchan hacia las dos esquinas mujeres, hombres y niños
maltrechos, indefensos, estropeados, disformes, lenguafueras, cojos, jorobados,
andrajosos, desharrapados, soliloquistas esperanzados, bellos … freaks…
menospreciados… despreciados, sí. Despreciados por cualquier grupo que se “precie”.
Yo los miro desde mi ventana… y no pertenezco a ningún grupo.
En ese Templo/garage se congregan y un par de horas después
salen “Ellos”, los impresentables, los vergonzantes, los “errores”, los horrores, los desplazados –hasta para un Dios con “Buen
Gusto” y como debe ser-.
Y en ese par de horas adivinan (y hasta tocan) el Cielo. Y
perturban la armoniosa tranquilidad del escandalizado vecindario.
Los Agentes policiales (siempre tan ineptos para preservar la
moral y las buenas costumbres de la gente normal) ya ni siquiera por compromiso
concurren ante los requerimientos telefónicos provenientes de la cuadra.
Durante la Ceremonia –a la que aún, por tímido y pacato, no
he asistido- suceden cánticos,
clamorosos monólogos apasionados y, para mí y desde mi ventana, inalcanzables
en su sentido -que intuyo lleno de paz, hasta balsámico-.