
VIAJANTE
Soy viajante.
Paro en un hospedaje de mala muerte. Hay olor a guisos aún a las seis de la tarde.
Es un pasillo larguísimo y descascarado apenas iluminado por una bombita de luz, de 25, que sólo sirve para adivinar que detrás de su pobre halo, aún hay metros por recorrer. Creo que la pared es amarillenta, o de un rosa desteñido. No lo sé bien a pesar de haberme hospedado no sé cuantas veces ya, por la casi total oscuridad reinante aún de día. El color de las partes descascaradas de la pared parece de un marrón rojizo.
Hay que caminar con cuidado por el pasillo, pues de las puertas que cada dos metros se sitúan a ambos lados, suelen aparecer los más variados y patéticos personajes. Desde un tipo viejo, panzón y de brazos flacos y huesudos, en camiseta de tirillas, que te moja con la transpiración de su frío brazo al pasar, hasta una jorobada de respiración dificultosa con la que ya me he topado (o mejor dicho, me ha topado) más de una vez. Siempre se aleja después del encontronazo, profiriendo insultos incomprensibles. Creo que no es nada personal conmigo, salvo que recuerde mis zapatos.
También se debe ser cuidadoso del lugar en que se pisa. Más de una vez he tropezado con cuerpos de borrachos o algún otro tipo vagabundo que aprovecha la penumbra y el fresco húmedo del pasillo, para tirarse –o caer- a dormir. La impresión de tropezar casi a ciegas con un bulto que se queja y te manotea las pantorrillas es bastante desagradable. Pero uno se acostumbra. Es el hospedaje más barato de la ciudad. Eso sí, no se admiten animales. Al menos formalmente, pues puedo afirmar que en la habitación Nº 12 escuché un loro, y en la 27 el tipo de voz aguardentosa suele hablarle a “Pulgoso”. (¿y que otra cosa puede ser Pulgoso?).
La gorda que administra el hospedaje ocupa la habitación Nº 1. Es una mujer descuidada y de mediana edad que fuma permanentemente y te cobra sin decir palabra por la puerta entreabierta. Con su cigarrillo entre los labios y su camiseta amarillenta y manchada tiene la extraña habilidad de estar atenta a cualquier ingreso o egreso al hospedaje, de modo tal que es imposible entrar allí sin pagar antes los días o las horas de estadía (porque allí se puede uno alojar también por solo horas, aunque el precio de la jornada es el mismo). Sólo sale de su cueva, llevando un mugroso y ajado cuaderno de anotaciones, para dirigirse hasta el cuarto de quién se haya excedido en el tiempo de permanencia pactado -como ya me ha ocurrido-, golpear tres veces y aparecer plantificada y con cara de pocos amigos cuando se abre la puerta, dando insistentes golpecitos de birome en el cuadernillo garabateado en señal inequívoca de mora inexcusable. Su voluminosa presencia de hombros redondos, su barriga tripona, las mamas largas y chatas prensadas bajo la sucia camiseta, su pelo desgreñado y jamás teñido y sus patas gruesas apoyadas en unas eternas chancletas descoloridas son intimidantes y alejan inmediatamente cualquier idea de soborno romántico, de esas que suelen asaltarnos por reflejo ante las autoridades femeninas.
¿Es que es este monstruo algo femenino? ¿Cumple años o solo le pasa el tiempo?. ¿Existirá en la tierra un varón capaz de atrevérsele?. Solo he pensado en eso y en hurgar mis bolsillos para pagarle cuanto antes, las veces que retrasé mi estadía en el lugar.-
El olor a guisos y a hervores baratos se intensifica a partir de las diez de la mañana y vuelve a hacerlo cuando oscurece, pero la estrechez húmeda del interminable pasillo lo hace persistir todo el tiempo. Los huéspedes cocinan, comen y duermen en esas piezas sin ventanas y defecan y lavan su vajilla en los minúsculos lavamanos de agua fría, o quizás usando el pobrísimo chorrito de la ducha. Ruidos de platos, cubiertos, ronquidos, monólogos ahogados, roces, el loro, arrastrar de pies y camas, chirriar de sillas desvencijadas, toses, narices sopladas y a veces, cada tanto, algún llanto de bebé y reproche amargo de mujer muy joven, suspiros provincianos y “Ayyy… Dios mío”, seguidos de más largos suspiros, componen esa partitura de purgatorio que se repite cada vez que camino el pasillo. Salir de allí hace a la ciudad inevitablemente bella y seductora. Hasta las veredas angostas, el humo de los atronadores colectivos y la caca de perro me resultan reconfortantes. Que encantadora es Buenos Aires. Apenas “a un pasillo” del primer mundo.
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