martes, 9 de noviembre de 2010

AGUEDA SENTADA



Fuimos a la playa a falta de otra cosa para hacer y despedidos por el recalcitrante calor de nuestro sofocante Departamento clavado en medio de la inmensa y muda ciudad de cemento.

Llenamos un termo con whisky, casi como para suicidarnos abrasados por dentro y fuera,  desparramados en la arena diciendo incoherencias y mirando el fascinante panorama de culos que se paseaban delante nuestro.

No era un mal programa de todos modos. Al poco rato estábamos dulcemente embriagados de belleza y alcohol  y, aunque resulte increíble, no sentíamos el calor de la siesta, ni el fuego estomacal… ni sentíamos nada.

En eso vimos a Agueda. Tendida como las sirenas, apoyándose sensualmente en la arena sobre su brazo izquierdo.

Primero fueron mis sospechas, pero más tarde estaba seguro: Agueda nos miraba y sonreía.

Para mi desgracia –o suerte- no me miraba a mí, sino a Pablo. Confieso que sentí envidia al principio, pero de inmediato –y luego de asegurarme de que sus claros ojos celestes le apuntaban- hice mía su causa y lo alenté a abordarla.

Ocurre que cuando se trata de mujeres bellas resulta reconfortante, al menos compartir la dicha  de los amigos.  Es que uno se siente parte del festín, aunque no pruebe bocado. Y ello es parte, pensándolo bien, de la verdadera amistad.

Pablo marchó bamboleante y entusiasta por la arena. El desparejo suelo y el alcohol no contribuían para nada en su burdo intento de caminar con algún dejo de dignidad o prestancia.

Pero igual marchó. Marchó hacia Agueda. Marchó hacia la Sirena.

De haber nacido siglos antes,  jamás la vieja trampa hubiera funcionado.

No conviene entonces descuidar los mitos y confiar sólo en los engañosos sentidos.

De verdad son monstruos espantosos las sirenas.

Cierto es también que no debe acudirse a sus cantos.

Sabio Homero y prudente Ulyses!!!.

Agueda se puso de pie.  

No hay comentarios: