Fuimos a la playa a falta de otra cosa para hacer y despedidos por el recalcitrante calor de nuestro sofocante Departamento clavado en medio de la inmensa y muda ciudad de cemento.
Llenamos un termo con whisky, casi como para suicidarnos abrasados por dentro y fuera, desparramados en la arena diciendo incoherencias y mirando el fascinante panorama de culos que se paseaban delante nuestro.
No era un mal programa de todos modos. Al poco rato estábamos dulcemente embriagados de belleza y alcohol y, aunque resulte increíble, no sentíamos el calor de la siesta, ni el fuego estomacal… ni sentíamos nada.
En eso vimos a Agueda. Tendida como las sirenas, apoyándose sensualmente en la arena sobre su brazo izquierdo.
Primero fueron mis sospechas, pero más tarde estaba seguro: Agueda nos miraba y sonreía.
Para mi desgracia –o suerte- no me miraba a mí, sino a Pablo. Confieso que sentí envidia al principio, pero de inmediato –y luego de asegurarme de que sus claros ojos celestes le apuntaban- hice mía su causa y lo alenté a abordarla.
Ocurre que cuando se trata de mujeres bellas resulta reconfortante, al menos compartir la dicha de los amigos. Es que uno se siente parte del festín, aunque no pruebe bocado. Y ello es parte, pensándolo bien, de la verdadera amistad.
Pablo marchó bamboleante y entusiasta por la arena. El desparejo suelo y el alcohol no contribuían para nada en su burdo intento de caminar con algún dejo de dignidad o prestancia.
Pero igual marchó. Marchó hacia Agueda. Marchó hacia la Sirena.
De haber nacido siglos antes, jamás la vieja trampa hubiera funcionado.
No conviene entonces descuidar los mitos y confiar sólo en los engañosos sentidos.
De verdad son monstruos espantosos las sirenas.
Cierto es también que no debe acudirse a sus cantos.
Sabio Homero y prudente Ulyses!!!.
Agueda se puso de pie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario