martes, 31 de mayo de 2011

INSOMNIO DE INVIERNO



Hasta ¿pocos? años atrás, mis insomnios consistían en una deliciosa nocturnidad.
Ni se me ocurría denominarlos “insomnios”.  Eran, más bien, “mi parte” del tiempo. Mi egoísta y robada al reloj,  parte del tiempo.  De aquellos robos en más de una ocasión salía impune y feliz, con la felicidad propia del buen tramposo, y en otras tantas pagaba estoico mi condena de ardor de ojos y resaca, de mañanas hostiles y soles impiadosos.
Sin embargo los buscaba o me venían  -¿Qué se Yo?-. Colmados de sorpresas y emociones, ahí estaban …  convidándome a no calcular precios.
Pero ahora, y en invierno, es otra cosa. Es que debo levantarme y vestirme entero. Es que afuera hiela.  Es muy diferente… amargamente diferente incluso a otros inviernos no tan lejanos, en los que ni siquiera me molestaba en acostarme a dormir por lo que, lógicamente no necesitaba desvestirme, meterme en la cama, levantarme y vestirme otra vez.
Nada de eso: Aguardaba y palpitaba excitado el advenimiento de la noche…. de “mi noche”.
Acatando terapias y consejos bienintencionados, hace un tiempo que intento –y lo suelo practicar- “acostarme temprano y como debe ser”.
Y surgen los demonios. Y la compulsión. Y me pican las sábanas. Y saco una pierna y me da frío. Y me doy vuelta y me revuelvo. Y me acomodo de un costado. Y me ovillo como un feto (casi a salvo). Y me reacomodo del otro costado. Y me da calor y hasta transpiro.  Y tomo agua de la mesita de noche. Y me pongo “panza arriba” y con los brazos cruzados sobre el pecho –tipo muerto-. Y suspiro. Y pienso en lo que estoy pensando y en cómo carajo llegué a ese pensamiento. Y rebobino pensamientos hasta su mismo origen. Y miro –silencioso, sumamente silencioso- los numeritos digitales y fluorescentes del reloj. Y me doy vuelta dándoles la espalda en un vano afán por ignorarlos.
Y a la más exacta e imprudente de las deshoras, decido levantarme. A veces concluyendo que el infierno no ha de parecerse a “la nada” tan injustamente temida. Y advoco a mi admirado Sócrates, en el Fedón, descreyendo de esa suerte de nada o sueño eterno, del que no puede temerse ya que “no es”. No es posible el mito de Endimión. “No puede temerse a la nada”, me repito. No. Esto es algo peor. Es estar consciente en horas propias de inconscientes. En horas “muertas” para los normales.  Esto es un mínimo “botón de muestra” del infierno que tal vez merezco. Y debo levantarme. Y en invierno. Y vestirme, y abrigarme. Y presentir, pese a todas esas vallas de incómodo ropaje que me lo advierten, que en escasas horas pagaré mi “Factura”.
Pero me levanto.
Y compruebo -ante el abominable blanco de la pantalla o de la hoja- que ya no se trata de hermosa  nocturnidad, sino de insomnio. De un insomnio de invierno.

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