Tengo 48 ¿o 49?. A partir de un momento indeterminado (y,
para mi alivio y tal cual lo suponía esperanzadamente cuando me angustiaba
porque mis viejos “se venían viejos”) a uno ya no le importa.
Traté –sin la autoridad apropiada, vencida por mi inconmensurable
amor “malsano”, como me ha ocurrido con
mis cuatro hijas- de “ordenarle” a Candela –que recién tiene 9- que se vaya a
dormir. Que hay horas para los grandes y horas para los chicos, que joder!!!.
.Que por más que me vea, hoy y ahora, exultante y locuaz, “tiene que entender
que las cosas terminan”.
Así son las cosas.
Yo escribo. Y escribo (y describo) cosas a las que yo mismo
no termino de aceptar.
Confieso que –en mi condición de absoluto cobarde y
compulsivamente inconforme-, como era de suponer, huí. Y le dejé a Ana, mi adorada hija mayor –ya toda una mujer,
quizá más adulta que yo- el compromiso de persuadir a Candela para que se vaya
a la cama, cierre el día y aproveche el que viene.
No quería (los escritos cobran sentidos y senderos propios) mortificarme
con mi autodiagnóstico de mal padre. (Ya lo sé, putos escritos acusatorios, soy
un mal padre).
Yo quería simplemente (o me atacó impulsiva y
maravillosamente) acordarme de mis viejos charlando en la cocina con amigos (la
casa no era “¡¡¡tannn grande!!!!” como
la mía) y de mí, acostado en mi cama y en verano, con
la puerta de mi cuarto semiabiertamente permitida, envuelto por el murmullo
monótono y pacífico del ventilador de pie, oyendo –no escuchando- las voces “de
los grandes”, y sintiéndome tan seguro, placenteramente cansado… y en paz, al
punto de dormirme como, si los hay, merecerían morir los santos.
Y completaba mi estado paradisíaco el olor a espirales Fuyí.
A veces –sólo a veces pues creo ya haber superado o
controlado esa patética tendencia a
considerarme el centro del Universo- recurro (sin conseguirlo, mas no importa)
a ese recuerdo o sensación maravillosa para intentar dormirme como lo hacía de
pibe.
Confieso que no lo logro, aunque el sólo intento me eriza los
invisibles pelos de mi espalda (y por un ratito, lo disfruto, o lo intuyo).
Quizá … (si se produce alguna suerte de injusticia que me
justifique –la vida es rara-), me espere un arrullo final. Algo así como lo
que llaman Cielo.