Decidió alejarse de todo. Del ruido.
De las redes sociales. Del teléfono. De la TV. De la compu. De las reuniones de
compromiso. De la sociedad.
Y se fue al campo.
No lo hizo en actitud rebelde ni de
hartazgo.
Lo hizo por temor o súbita sospecha de encontrarse
alienado.
No lo hizo declarando una definitiva
ruptura.
Lo hizo para –sin más explicaciones- hallarse a solas con él mismo.
Habitó un indeterminado tiempo en una
tapera cedida sin plazos por un amigo. De
esas que no han acabado de derrumbarse, emplazadas en la profundidad de los
inútiles, improductivos y frecuentemente inundados territorios del Sur de Entre
Ríos que se observan, aparentemente infinitos, monótonos e iguales, a ambos
lados de la ruta cuando se viaja en auto a Buenos Aires.
Su amigo –para “eso” están los
amigos- cumplía semanalmente con no preguntar y, en lo posible, no tomar
contacto con él, limitándose a dejar los bultos con comida y agua mineral. Ya
habría tiempo para conversar y aquel no debía preocuparse –le había asegurado al
despedirse-.
La paz y determinación de sus ojos,
sin dudas resultaron lo suficientemente convincentes, y hasta tranquilizadoras.
Llevó consigo tres gruesos y
pretensiosos cuadernos de notas, más al poco tiempo –sin horas, sin días y sin
relojes- intuyó que mucho más de dos de ellos estarían de sobra.
Intentó la reflexión y no halló nada.
Intentó la poesía y encontró lo
burdo.
Intentó el ayuno purificador y, muy
en breve, recurrió a los paquetes de comida.
Intentó la inspiración y sólo vio
desgarbados espinillos sin propuesta.
Intentó la cacería y no halló presas
a disposición.
Profirió gritos extenuantes … y no
oyó ecos, ni respuestas.
Su nerviosa espera en el sitio
acordado para recoger los atados con comida, le otorgó el alivio cuando, tras
un tiempo incalculable, divisó la camioneta de su amigo.
Ocupó el lugar derecho del asiento y
no hubo palabras durante el viaje de regreso, ni al bajarse en la puerta de su
casa.
Encendió el televisor y supo sobre fecha
y situación.
Transcurrió con ¿placentera? ansiedad
el domingo que faltaba.
Y a primera hora de aquel lunes
cumplió sin queja alguna con el compromiso de comunicar su reintegro anticipado
y su renuncia a los restantes días de licencia. Abrió con calma la puerta de su oficina, encendió
la radio a buen volumen, reactivó su PC y observó gustoso la aparición de tantos
mails no abiertos y por abrir. Tomó el tubo del teléfono y … lo volvió a
colgar, con presentido placer. Se reclinó en el sillón de su escritorio y cruzó
los brazos tras su nuca con una –ya casi olvidada- semi sonrisa. De aquellas
propias de un tipo, situado al fin, en su agradable y siempre presto a recibir
… vacío.