viernes, 8 de julio de 2011

AL CAMPO



Decidió alejarse de todo. Del ruido. De las redes sociales. Del teléfono. De la TV. De la compu. De las reuniones de compromiso. De la sociedad.
Y se fue al campo.
No lo hizo en actitud rebelde ni de hartazgo.
Lo hizo por temor o súbita sospecha de encontrarse alienado.
No lo hizo declarando una definitiva ruptura.
Lo hizo para –sin más explicaciones- hallarse a solas con él mismo.
Habitó un indeterminado tiempo en una tapera cedida sin plazos por un amigo.  De esas que no han acabado de derrumbarse, emplazadas en la profundidad de los inútiles, improductivos y frecuentemente inundados territorios del Sur de Entre Ríos que se observan, aparentemente infinitos, monótonos e iguales, a ambos lados de la ruta cuando se viaja en auto a Buenos Aires.
Su amigo –para “eso” están los amigos- cumplía semanalmente con no preguntar y, en lo posible, no tomar contacto con él, limitándose a dejar los bultos con comida y agua mineral. Ya habría tiempo para conversar y aquel no debía preocuparse –le había asegurado al despedirse-.
La paz y determinación de sus ojos, sin dudas resultaron lo suficientemente convincentes, y hasta tranquilizadoras.
Llevó consigo tres gruesos y pretensiosos cuadernos de notas, más al poco tiempo –sin horas, sin días y sin relojes- intuyó que mucho más de dos de ellos estarían de sobra.
Intentó la reflexión y no halló nada.
Intentó la poesía y encontró lo burdo.
Intentó el ayuno purificador y, muy en breve, recurrió a los paquetes de comida.
Intentó la inspiración y sólo vio desgarbados espinillos sin propuesta.
Intentó la cacería y no halló presas a disposición.
Profirió gritos extenuantes … y no oyó ecos, ni respuestas.
Su nerviosa espera en el sitio acordado para recoger los atados con comida, le otorgó el alivio cuando, tras un tiempo incalculable, divisó la camioneta de su amigo.
Ocupó el lugar derecho del asiento y no hubo palabras durante el viaje de regreso, ni al bajarse en la puerta de su casa.
Encendió el televisor y supo sobre fecha y situación.
Transcurrió con ¿placentera? ansiedad el domingo que faltaba.
Y a primera hora de aquel lunes cumplió sin queja alguna con el compromiso de comunicar su reintegro anticipado y su renuncia a los restantes días de licencia. Abrió  con calma la puerta de su oficina, encendió la radio a buen volumen, reactivó su PC y observó gustoso la aparición de tantos mails no abiertos y por abrir. Tomó el tubo del teléfono y … lo volvió a colgar, con presentido placer. Se reclinó en el sillón de su escritorio y cruzó los brazos tras su nuca con una –ya casi olvidada- semi sonrisa. De aquellas propias de un tipo, situado al fin, en su agradable y siempre presto a recibir …  vacío.